El domingo 6 de noviembre tuve la oportunidad, al igual que 47 mil panas, de cumplir un sueño: hacer el Maratón de Nueva York.
A las 5:30 estaba agarrando el ferry para Staten Island. A las 10:10 estaba de frente a la inmensidad del Verrazano Bridge, solo y sin mi running partner Andrew, porque nunca nos encontramos antes de entrar a mi corral.
Uno de los tips que mandan antes de la carrera decía: prepárate para los imponderables. Mi imponderable era ver Manhattan en el coño de la madre y saber que iba a correr solo las 26,2 millas, sin hablar con nadie por las próximas 4 horas: misión casi imposible. Las nauseas y el reflujo comenzaron a aparecer. New York-New York interpretada por Frank Sinatra sirvió como un antiácido vital. Arrancamos y las nauseas seguían; me paré a orinar en pleno Verrazano Brige para ver si aligeraba la carga; funcionó parcialmente. Al terminar las casi 2 millas del icónico puente; me volvió el alma al cuerpo cuando vi a Frances, Patricia, Bachi, Chiqui, Rafa y Raul. Allí empezó mi maratón.
La clave del éxito para completar un maratón es disfrutar del recorrido; y si estaba haciéndolo en mi ciudad favorita; decidí tripeármelo al máximo y olvidarme de tiempos, distancias y dolores.
El recorrido de casi 13 millas por Brooklyn es una muestra de lo que es Nueva York: un tapiz multicultural impresionante, aderezado por la música -salsa, góspel, hip-hop, rap, rock, reggae- y la energía de sus habitantes. En la milla 8 estaban Gaby, Rebe, Guille y mi querida Kate, esperándome con el tricolor patrio de 7 estrellas que me dio el shot de adrenalina que necesitaba para terminar de emparejar y mantener mi objetivo de disfrutar el recorrido.
El paso por Queens fue rápido y multicolor. El Queensboro Bridge fue la verdadera gran prueba de fuego. Era la milla 16, muchos empezaban a flaquear, los calambres empezaban a aparecer y la sensación de estar encerrado dentro de esa caja metálica no era un buen presagio. Pero al final de ese inmenso puente se oía una muchedumbre rabiosa que nos aguardaba en la primera avenida de Manhattan. Esa sensación de que Manhattan estaba en el coño de la madre, había desaparecido.
En la milla 17 recibí otro shot: Chiqui y Rafa decidieron acompañarme en gran parte de lo que quedaba de recorrido. El pánico de no hablar con nadie por 4 horas había desaparecido también.
La entrada al Bronx fue con hip-hop del bueno. Al cruzar el último puente, milla 21, hacia la quinta avenida, empecé a gritar con todo mi fuerza: last fucking bridge, last fucking bridge. Para auto recordarme que la pesadilla de cruzar 5 puentes llegaba a su fin y venía la parte más “fácil”: las últimas 4 millas entre la Quinta y el Parque.
El ver a Gaby, Rebe, Guille y Kate cerca de Guggenheim en la milla 23 fue la última inyección que necesitaba para llegar a la meta.
La pavosa canción de Journey, Don’t Stop Believin’ me esperaba al cruzar la meta y, pavosa y todo, me sonó a gloria.
Aunque este cuento se queda más que corto con la heroica historia de Maickel Melamed. ¡Mis respetos mi pana!
Ciro
A las 5:30 estaba agarrando el ferry para Staten Island. A las 10:10 estaba de frente a la inmensidad del Verrazano Bridge, solo y sin mi running partner Andrew, porque nunca nos encontramos antes de entrar a mi corral.
Uno de los tips que mandan antes de la carrera decía: prepárate para los imponderables. Mi imponderable era ver Manhattan en el coño de la madre y saber que iba a correr solo las 26,2 millas, sin hablar con nadie por las próximas 4 horas: misión casi imposible. Las nauseas y el reflujo comenzaron a aparecer. New York-New York interpretada por Frank Sinatra sirvió como un antiácido vital. Arrancamos y las nauseas seguían; me paré a orinar en pleno Verrazano Brige para ver si aligeraba la carga; funcionó parcialmente. Al terminar las casi 2 millas del icónico puente; me volvió el alma al cuerpo cuando vi a Frances, Patricia, Bachi, Chiqui, Rafa y Raul. Allí empezó mi maratón.
La clave del éxito para completar un maratón es disfrutar del recorrido; y si estaba haciéndolo en mi ciudad favorita; decidí tripeármelo al máximo y olvidarme de tiempos, distancias y dolores.
El recorrido de casi 13 millas por Brooklyn es una muestra de lo que es Nueva York: un tapiz multicultural impresionante, aderezado por la música -salsa, góspel, hip-hop, rap, rock, reggae- y la energía de sus habitantes. En la milla 8 estaban Gaby, Rebe, Guille y mi querida Kate, esperándome con el tricolor patrio de 7 estrellas que me dio el shot de adrenalina que necesitaba para terminar de emparejar y mantener mi objetivo de disfrutar el recorrido.
El paso por Queens fue rápido y multicolor. El Queensboro Bridge fue la verdadera gran prueba de fuego. Era la milla 16, muchos empezaban a flaquear, los calambres empezaban a aparecer y la sensación de estar encerrado dentro de esa caja metálica no era un buen presagio. Pero al final de ese inmenso puente se oía una muchedumbre rabiosa que nos aguardaba en la primera avenida de Manhattan. Esa sensación de que Manhattan estaba en el coño de la madre, había desaparecido.
En la milla 17 recibí otro shot: Chiqui y Rafa decidieron acompañarme en gran parte de lo que quedaba de recorrido. El pánico de no hablar con nadie por 4 horas había desaparecido también.
La entrada al Bronx fue con hip-hop del bueno. Al cruzar el último puente, milla 21, hacia la quinta avenida, empecé a gritar con todo mi fuerza: last fucking bridge, last fucking bridge. Para auto recordarme que la pesadilla de cruzar 5 puentes llegaba a su fin y venía la parte más “fácil”: las últimas 4 millas entre la Quinta y el Parque.
El ver a Gaby, Rebe, Guille y Kate cerca de Guggenheim en la milla 23 fue la última inyección que necesitaba para llegar a la meta.
La pavosa canción de Journey, Don’t Stop Believin’ me esperaba al cruzar la meta y, pavosa y todo, me sonó a gloria.
Aunque este cuento se queda más que corto con la heroica historia de Maickel Melamed. ¡Mis respetos mi pana!
Ciro