POR: JAVIER SANTAMARÍA
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Hoy Mimingo había recorrido toda la ciudad, estaba exhausto, se dejo caer pesadamente en su lecho improvisado de cartones, periódico y trapos viejos, su hogar era aquel socavón escondido bajo uno de los puentes principales de esta jungla de cemento. Pasaban las ocho de la noche. Mientras contaba las monedas que acababa de extraer del bolsillo de su pantalón raído y sucio, se decía a sí mismo como era de ingrato el oficio de reciclador, ya no obtenía los mismos réditos de un año a tras. La competencia en la calle era tenaz y la gente ya no botaba a la basura algo decoroso, a duras penas tenía para costearse el corrientazo de mañana, su única ración y eso porque Doña Lola, la noble anciana dueña del kiosco en la famosa “esquina del colesterol”, le seguía vendiendo con la tarifa del año pasado, a cuenta del cariño que le tenía y en esencia a que se parecía mucho a su hijo Armando, quien un día desapareció sin dejar el menor rastro. De repente, la expresión marchita en el rostro de Mimingo fue cambiada rápidamente por una sonrisa de oreja a oreja, recordó que mañana era martes, el día la cita, la anhelada oportunidad para volver a verla.
Cuan largas se le hicieron las horas. No se la podía sacar de la cabeza ni un solo instante desde que la vio por primera vez tras aquel ventanal, siempre sonriente, mirándolo con aquellos ojazos azules como el firmamento, ¡tan cándida, tan dulce, tan hermosa¡, le fue imposible esquivar las flechas de Cupido.
Mimingo se miro en lo que restaba de un espejo, sin advertirlo era más conciente de su aspecto personal ahora, aunque siempre solía sacarle el quite al baño, hoy era ineludible no hacerlo pues iba a lucir el traje de gala que había encontrado entre la basura y al que solo una insignificante mancha arruinaba, además del par de zapatos nuevos que le regalo Doña Lola.
Se vistió y salió rápidamente al encuentro de su amor. A su paso “Care mico”, el “patecumbia” y otros colegas le gastaban una que otra broma a su parcero con ínfulas de “doctorcito”, a ellos nos les quedaba la menor duda: al ñero se le había corrido la teja por completo. No comían cuento y pensaban que solo a Mimingo le cabía en la cabeza la idea de que una señorita fina se hubiese enamorado de un ñero zarrapastroso. Pero la verdad sea dicha, a simple vista nadie imaginaría que este hombre delgado, alto, de mirada noble, era uno más de los miles de mendigos ignorados que deambulan por las calles de este país. A simple vista semejaba un elegante empleado de oficina, que no pasaba desapercibido tampoco para las tantas damas que a esta hora se aprestaban para ir a trabajar, pero él solo tenia ojos para una sola: su amada.
A cada paso no dejaba de sentir las maripositas en el estomago, su corazón estaba a punto de saltarle del pecho, las piernas le flaqueaban, su rostro estaba rojo como un tomate. Sensaciones finalizadas en un maravilloso éxtasis cuando la divisaba a ella asomada al vistoso ventanal sobre esta céntrica avenida. En fracción de segundos el mundo dejaba de existir a su alrededor. Las palabras no les salían de sus bocas, sencillamente porque se hablaban con los ojos como en una maravillosa comunión de almas. Mimingo sabia que no le caía bien a la amiga de su amada, pero no le importaba, siempre era ella la que terminaba obligándola a entrarse y hasta corría la cortina para que él se fuera, a lo mejor lo consideraba poca cosa para una princesa como ella. Era en ese preciso momento en que tristemente debía resignarse y regresar a su ya no tan sombría e incierta cotidianidad.
Hoy Mimingo y su amada conmemoraban un año de noviazgo. Con los ahorros de todos estos meses había comprado un anillo, que aunque de fantasía, a sus ojos era una joya digna para tan divina dama. Estaba decidido a comprometerse. Ella era la mujer de su vida, la perfecta madre para sus hijos. Por eso, sin poder evitar sentir la misma sintomatología de todos los martes, se encamino hacia la casa de su amor con el anillo que sellaría su compromiso y un bello ramo de rosas. Sorpresa no grata se llevó Mimingo ese día. Sintió que el mundo se le venía encima, !Un fogonazo recorrió toda su humanidad¡, sus puños se crisparon hasta enterrarse las uñas en las palmas, las rosas cayeron sobre el pavimento desparramadas, una agonía como de muerte empezó a invadirlo, no podía dar crédito a lo que sus ojos presenciaban: allá en el ventanal estaba ella, ! Tan divina como siempre¡... pero ¡vestida de novia y acompañada de un tipo con traje de pingüino, muy sonrientes los dos¡, ¡ ellos acababan de casarse!. Sacando fuerzas de lo profundo de su dolida alma cruzó peligrosamente la avenida, no dudo en tomar una piedra y arremeter contra la vistosa vitrina comercial de este almacén especializado en Bodas, ¡ese pelafustán no podía robarle lo que más amaba en la vida!, ¡Tenía que raptarla a como diera lugar!...
El aturdidor ruido de las alarmas, el grito de la vendedora, no fueron impedimento para que Mimingo tomara en brazos a su amada y emprendiera la huida con rumbo incierto...
La noticia fue titular de varios matutinos sensacionalistas, cada uno dio su propia versión sobre los hechos: “Un Mendigo enloquecido asalto prestigioso almacén de Novias y solo hurto un maniquí femenino que servia de modelo en la vitrina principal”...
Lo cierto de esta historia es que, desde aquel día, Mimingo fue el hombre más feliz sobre la faz de la tierra, ya nunca más estaría solo, ahora y para siempre lo acompañaba su primorosa princesa, ¡tan cándida, tan dulce, tan hermosa¡...
FIN